Historiadores, biógrafos y expertos analizan el fatídico suceso que marcó para siempre la vida del segundo monarca Tudor.
En su juventud, Enrique VIII fue un príncipe culto, generoso con su pueblo, un renacentista amante de la ciencia y el arte en cuya corte se fomentaba y subvencionaba la razón, la literatura, la música y el estudio de la naturaleza. Es notable como todos los documentos escritos antes de este accidente se refieren a él como alto, guapo, atlético y de enorme potencia física. El tenis, la danza, la caza y la arquería le mantenían en forma, además de ayudarle a bajar las ingentes cantidades de colesterol, alcohol, azúcar y carne roja que consumía a diario.
Todo esto cambió el 24 de enero de 1536 cuando Enrique decidió tomar parte en un fastuoso torneo de justas, su deporte favorito. Avanzada la tarde y tras varios exitosos combates, uno de los caballeros se dispuso a competir contra el rey, arremetiendo con su lanza con tal fuerza que caballo y jinete fueron derribados aparatosamente. Enrique se golpeó la cabeza contra el suelo y su caballo, que se había parado en las patas traseras lo pisó, tropezó con el cuerpo inconsciente del monarca y terminó cayendo sobre él. Enrique permaneció inconsciente por 2 horas. Todos, incluso sus médicos, lo creyeron muerto en un principio ya que durante unos minutos no registraron respiración alguna, clara señal de un severo daño cerebral.
El rey despertó ante un nuevo mundo: ya no podría practicar más deportes, una de sus pasiones, ya que su pierna quedó ulcerada a causa de la caída. Nunca más volvería a ejercitarse, por lo que todas las calorías que consumía, en esos elaborados festines de pavo, cordero y cisne en la corte, se acumularon en su cuerpo hasta hacerlo engordar de forma desmesurada, provocándole diabetes, problemas cardíacos, fiebre, hipertensión arterial y migrañas crónicas. El cambio no fue sólo físico: dejó de escribir poesía y baladas (algo que hacía con pasión anteriormente), perdió todo interés en el humanismo y la compasión, ordenó penas mucho más severas para crímenes menores y, a los pocos meses del accidente, firmó el acta de ejecución de la mujer que había inspirado esas baladas de amor, la única por quien había desafiado al mundo: Ana Bolena, su esposa y reina. Ella, lamentablemente, no sería la primera víctima del cruel monarca, quien empezó a matar indiscriminadamente tanto a católicos como protestantes.
Desde entonces, Enrique fue de mal en peor. Se casó con Jane Seymour y cumplió su sueño de tener un hijo varón, pero su condición se deterioró progresivamente a medida que dejaba toda actividad física de lado. La comida fue su nueva pasión, llegando a pesar más de 180 kilos. Si bien muy posiblemente su personalidad se haya visto alterada por una combinación entre el golpe a la cabeza y su práctica invalidez tras el accidente, podemos darnos una idea de cómo el que una vez fue un príncipe prometedor y admirado, terminó convirtiéndose en sinónimo de tiranía y crueldad